Aunque la liturgia es algo que hacemos, también es un don de Dios. De hecho, podemos rastrear esto hasta uno de los eventos más importantes en la historia – el Éxodo de los Hebreos de Egipto, junto con la Pascua.
Antes de este evento, la adoración no tenía una forma particular, pero era variada y no común. Los patriarcas —Abraham, Isaac y Jacob— nos dieron algunos ejemplos de adoración básica, pero aún no se había “desarrollado” nada. Sin embargo, después del Éxodo, la adoración tomó formas específicas, detalladas por Dios mismo y ejecutadas por Moisés.
Así, el Éxodo presagia tantas cosas en nuestra propia fe, incluida la liturgia misma. El mismísimo Misterio Pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo sigue su modelo, y nuestro culto de hoy nace de la Pascua, ¡que Cristo transformó en la Misa misma!
Es cuando olvidamos estas cosas que nos ponemos en peligro: cuando Aarón y los hebreos formaron el becerro de oro y comenzaron a adorarlo, usaron una liturgia que estaba enfocada en ellos mismos y no en Dios. Y entonces nos preguntamos: ¿Mi adoración está enfocada en Dios o en mí? ¿Veo que Dios usa eventos históricos para nuestro bien? ¿Reconozco la libertad que Dios me ha ganado y busco devolverle el favor con un acto gratuito de adoración?